Si vives en una sociedad donde impera el consenso socialdemócrata (como yo), habrás notado que existe una especie de esquizofrenia con respecto a la visión que se tiene del capitalismo: por un lado, parece ser que es algo necesario para que la economía funcione, pero al mismo tiempo no deja de ser una especie de sistema de explotación, y por ende algo malvado. Una especie de mal menor que debemos aceptar sin saber muy bien por qué, pero que por supuesto, dada su naturaleza de vileza moral debe ser encorsetado y restringido a su mínima expresión.

Simplificando mucho, un sistema capitalista es aquel en el que las decisiones económicas son tomadas de modo autónomo por sus participantes. En contraposición, los sistemas alternativos al capitalismo se basan en algún tipo de entidad capaz de tomar decisiones económicas de modo colectivo, normalmente el Estado.
Dado que el gobierno dispone de muchos datos macroeconómicos y asesores cualificados de alto nivel, en teoría podría tomar decisiones económicas óptimas, decidiendo los niveles de inversión y producción entre sectores, así como los precios y la asignación de recursos a los distintos agentes económicos de un modo mucho más eficiente y productivo que si se deja actuar a los agentes económicos independientemente en esa especie de caos sin información que es el mercado. Este es el concepto de Economía Planificada.
Los economistas tienen claro por qué la economía planificada no funciona desde un punto de vista técnico. Lamentablemente, hay otra categoría de individuos que también se hacen llamar a sí mismos economistas, que siempre han argumentado las bondades teóricas de la eficiencia que aportaba un sistema de planificación centralizada.
El mayor experimento de Economía Planificada de la historia fue la Unión Soviética del siglo XX. Y hasta la caída del muro, no era difícil encontrar a quien consideraba que la economía soviética estaba a la par con la americana. Paul Samuelson, autor de “Economics” (el libro de texto de economía más vendido de la historia), comentaba en su edición de 1989 (tan solo 2 años antes del hundimiento de la URSS) que “en contra de lo que muchos escépticos creían, la economía soviética prueba que una economía dirigida socialista puede funcionar e incluso prosperar”.

No era raro que ciertos intelectuales y reporteros que visitaban Rusia la describieran como el paradigma de cómo una sociedad antaño atrasada podía desarrollarse rápidamente gracias a la milagrosa economía planificada y florecer en la abundancia. Por ejemplo, en los años 30, tras la colectivización agraria en Ucrania, el corresponsal del New York Times no tenía ningún reparo en afirmar que “los mercados estaban repletos” y que “los niños no sufrían hambre, sino más bien abundancia”. Hoy día se sabe que en esos momentos se estaba produciendo una terrible hambruna en Ucrania, conocida como Holomodor, que se cobró las vidas de unos 7 millones de personas.
También en el campo tecnológico las dos superpotencias parecían a la par: la Unión Soviética y Estados Unidos competían en las carreras espacial y armamentísticas sin un claro vencedor. Ambas naciones parecían igual de poderosas y así había quienes asimilaban ambos países en niveles de prosperidad. De hecho, durante más de 20 años, las ediciones del Economics de Samuelson, mostraban datos del PIB comparativos entre ambos países que los colocaban al mismo nivel, e incluso pronosticaba que la economía soviética sobrepasaría a la americana a finales del siglo XX.
Puede que hoy la mayoría de la gente tenga claro que el capitalismo es el sistema que da los mejores resultados, pero entonces no era tan evidente para todos, ni siquiera en Occidente: Reduciendo el análisis económico a meras ecuaciones, no es difícil llegar a la conclusión de que centralizar la toma de decisiones puede producir una mejor asignación de recursos que el caos que suponen los mercados con agentes independientes, y la propaganda soviética se esforzaba en proyectar esa idea.
Sin embargo, en Occidente se mantuvo un sistema capitalista pese a poder ser argumentable que fuese menos eficiente. Así, que Occidente mantuviese un sistema capitalista no se debió en sí a motivos técnicos; no se basaba en que el capitalismo fuese más productivo o eficiente. Tampoco su defensa necesitaba que el libre mercado produjese asignaciones de recursos óptimas. El sistema capitalista simplemente era el más ético, era el sistema natural en una sociedad libre: un sistema basado en los principios de la libertad, la justicia y la igualdad, y no en la imposición y la opresión. Era una convicción que iba más allá de la conveniencia de sus resultados o su mayor productividad. Era el sistema que adopta naturalmente una sociedad libre, y por ello merecía ser defendido, incluso aunque sus resultados hubiesen sido inferiores.

Deberíamos recordar que el capitalismo merece ser defendido no porque sea más eficiente o técnicamente superior (tal como los economistas predecían y la historia ha demostrado), sino por su indiscutible superioridad moral.
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